sábado, 16 de enero de 2010
VASCO SZINETAR
foto Ander Szinetar
LA CONFRONTACIÓN FRENTE AL ESPEJO
Nelson Rivera
A lo largo de al menos tres décadas, los lectores venezolanos nos hemos encontrado, una y otra vez, con retratos de Vasco Szinetar en diarios y revistas, pero muy especialmente en las páginas de El Nacional. Es posible que, en la mayoría de los casos, puesta nuestra atención en la lectura de reseñas, entrevistas o notas críticas, no nos hayamos detenido en el nombre del autor de centenares de retratos publicados, de los que debo decir ya de una vez, que son netos, incorruptibles y extraordinarios.
Siempre próxima a los medios de comunicación, su historia profesional ha tenido lugar en las agitadas fronteras del reporterismo, y más aún, del hecho periodístico y noticioso. Por años y años, con su andar ligero y excitado, en ruedas de prensa, ante asistentes perplejas o prepotentes, en recepciones de hotel, e incluso, sorteando la resistencia de agentes literarios o coordinadores-de-la-visita-de, Vasco Szinetar se las ha arreglado para remediar una última y decisiva dificultad: la de explicarle a un hombre ciego como Jorge Luis Borges, a un narrador de tenso carácter como Antonio Lobo Antúnes, o a un filósofo delicioso y socarrón como Fernando Savater, que lo propuesto consiste en entrar juntos a un baño, para hacer un autorretrato frente a un espejo.
Hemos sido obsequiados por un recurrente privilegio estético: acceder, con inusual frecuencia, a los retratos y autorretratos de este artista generoso. Tan asiduo ha sido nuestro encontrarnos con su trabajo, que se nos ha escapado fijar en nuestra comprensión lo siguiente: algunos de ellos (diría que no menos de una veintena) han adquirido un carácter emblemático (iconológico). El imaginario que tenemos de ciertos autores y artistas (la intuición, la percepción de su corporeidad; el reflejo de lo peculiar en su mirada) provienen de la esencialidad capturada por el ojo de Szinetar, como si determinados retratos hubiesen podido adquirir una suerte de estatuto de representación primordial de esos autores entre los lectores.
Pondré un ejemplo propio. Desde su partida en 1991, este diario ha publicado en variadas ocasiones y en distintas secciones, el retrato que nuestro hombre hizo a la poeta y periodista Miyó Vestrini en 1987. Y, aún cuando trabajé con ella por casi dos años y compartimos una amistad que tuvo su apogeo durante unos meses en los que nos encontrábamos casi a diario, la Miyó que se ha ido constituyendo en mi memoria es esa alma tímida y en el umbral de su desvalimiento que vive en el retrato de Szinetar, esa mujer que parece negarse a ser afrontada, y que con todo su cuerpo y su espíritu reclama salir del encuadre, alejarse de la intención del retratista (mostrar un instante de su naturaleza), dejar atrás ese momento, y alejarse de una vez por todas de la cámara fotográfica, el instrumento con que se ha querido (y se ha logrado) atraparla.
Como retratista, Szinetar ha arribado a obras inolvidables: uno de Guillermo Sucre, donde se encuentra al poeta en el instante en que lidia con un enorme perro, sin dejar caer el cigarrillo encendido que mantiene atrapado en la comisura de sus labios. Uno de Tadeus Kantor de perfil, sentado en la habitación de un hotel, como si el polaco esperara el anuncio de una nueva esperanza. Uno de Ana Enriqueta Terán, con su aire de serena reina dispuesta a cualquier desafío: cada uno de ellos único e insustituible, cada quien capturado en su indecible y rotunda hermosura. Cada uno remitido a un punto de su excepcionalidad, impreso en su reivindicación plena (es decir, lo contrario a la idea del busto conmemorativo).
Fuerzas ante el espejo
Me gustaría dedicar párrafos y párrafo a enumerar aquellos retratos que me resultan más estimulantes: Ese donde Yolanda Pantin elegantísima, con su hermoso rostro en tensión, aparece reclinada en un sofá sin entregarse del todo; Ese otro donde Darío Lancini abraza su propia delgadez, en medio de un restringido paisaje urbano que no lo escolta ni lo coteja, sino que parece adaptarse a su postura; O el de Jacques Lacan, no sabría si levantándose de la silla o acomodándose mejor en la misma, pero mirando hacia el fotógrafo como diciendo todavía no has vencido mi desconfianza.
Pero otro propósito me ocupa, desde el momento mismo en que decidí escribir esta nota: mi convicción de que, entre las muchas líneas de investigación en las que Vasco Szinetar se ha internado (algunas de las cuales, según entiendo, nunca han sido publicadas o exhibidas), el conjunto titulado Frente al espejo constituye una especie de género propio, y no, como es obvio, porque la idea de hacerse un autorretrato en compañía de alguien, accionando el disparador frente a un espejo sea idea suya (patentable), sino porque una revisión de su portafolio, aunque sea parcial, basta para revelar la cuantiosa potencia estética y conceptual que ha alcanzado. Quiero demostrar esto: Szinetar se ha apropiado del dispositivo de tal modo, lo ha explorado con disciplina y versatilidad tales, producto de sucesivas e irrepetibles ocupaciones de un mismo espacio, que ha metabolizado la experiencia, sin que ella pierda nunca su condición primera y temblorosa de experimento, de ensayo, de capítulo que abandona nunca su naturaleza falible.
Emil Cioran y Jean Baudrillard, Rosa Montero y Juanita León, Roberto Bolaño y Javier Cerca, Mark Strand y John Ashbery, Salvador Garmendia y Severo Sarduy, Germán Arciniegas y Miguel Otero Silva: ellos, y otros cuya enumeración sería excesiva han sido dirigidos frente al espejo. Y no únicamente al espacio cerrado de un baño, sino también hacia otros lugares donde se podía acceder al imprescindible artilugio del dispositivo Szinetar: habitaciones de hotel, pasillos, salas de espera y otros, cuyo único denominador común es la presencia retadora de un espejo.
Una primera consideración que cabe sugerir al lector: no sólo el rapto que la propia escena supone (un fotógrafo que arranca a escritores y artistas de la experiencia común del retrato, y los desplaza a una confrontación con un espejo), sino el hecho de que cada autorretrato debe ser resuelto in situ, allí mismo, mientras suceden las cosas. Tiempo para diseñar la escena: con tendencia a cero. Condiciones para ubicar a los dos actores (el fotógrafo y su acompañante): mínimas. No es posible elegir un espacio, ni reglar la cantidad de luz de la que se dispondrá, así como tampoco modificar el lugar para incluir o eliminar alguno de sus elementos. El procedimiento es la improvisación, pero nunca de modo pasivo: no se trata de aceptar el espacio tal como él se ofrece, y en esto consiste el genio de Szinetar, sino de apropiarse de cada lugar, utilizarlo para sus fines, para convertirlo en un principio activo de su composición.
Tampoco ocurre, como hacen algunos fotógrafos (lo cual puede ser plenamente legítimo), que Szinetar minimice, borre, difumine u oculte el lugar donde ocurre la comparecencia ante el espejo. Insisto: las decisiones que el artista toma en instantes (pronto me referiré a ellas) resultan en el dominio del lugar. Las que eran variables externas (un espacio interior dotado de un espejo) adquieren un nuevo estatuto: se convierten en elementos de un pensamiento estético (no sé si hay otros en el portafolio de Szinetar, pero hay un autorretrato con el dramaturgo Edward Albee, donde alguien sostiene un espejo portátil para hacer posible la escenificación). El genio de la imaginación visual del fotógrafo somete el lugar a su escena. Lo reelabora para sí. Todavía más: lo dispone, particularmente, para beneficio de su invitado, el co-protagonista del autorretrato. Esto es: Szinetar determina la relación que el espacio tendrá con respecto a cada uno de los sujetos (supone uno, simple espectador, que si fuese sólo una persona la que debe ubicarse en el encuadre, ello constituiría una exigencia creativa menos compleja). Quiere garantizar la entidad, la presencia a plenitud de uno y de otro, pero, eso sí, en una interacción física y visual, de total dependencia entre los distintos elementos.
Actas de composición
Las decisiones que referí antes, surgidas in promptu, súbitas, como ráfagas inesperadas, que pueden describirse como la toma de una posición frente al espejo (hay un nervio, un moverse en el apuro, que permite establecer un vínculo entre la modalidad del proceder de Szinetar y las que son el alma del fotoperiodismo). En los centenares de obras ante las que me he detenido a lo largo de los años, he podido constatar el signo del genio creativo de Szinetar: cada una es composición única. Ni se repiten ni se asemejan. Ni siquiera la reiterada presencia del fotógrafo y su cámara se constituyen en reincidencia. En cada uno, todo es novedad, condición flamante.
El lector puede juzgar por sí mismo: la separación ante la realidad del espejo de ambos sujetos; el lugar donde el fotógrafo se coloca ante el invitado a la experiencia ante el espejo (en muchas de estas obras, la mayoría según creo, Szinetar está ligeramente atrás –como si se tratase de un escolta de la mayor confianza-, pero también aparecen a menudo aquellas donde se ubica de otra manera: delante de Rodrigo Fresán, Carlos Fuentes o Joan Manuel Serrat; perpendicular a Maruja Torres, Gonzalo Rojas o Mario Vargas Llosa; o casi en un mismo plano con Elena Poniatowska, Ramón J. Velásquez o Jorge Volpi); la calidad del contacto físico entre Szinetar y su invitado (el rango es amplísimo: va de un ambiente de cálida intimidad y contacto físico, a una evidente distancia con el invitado); el lugar que uno y otro, y ambos, ocupan en el cuadro escénico; la situación de uno y otro, y de ambos, con respecto a la fuente de luz (en el autorretrato con el escritor cubano Jesús Díaz, este sostiene con su mano izquierda, levantada por arriba del hombro del fotógrafo, una lámpara de mesa que los ilumina a ambos); el punto donde Szinetar instala a su invitado; el lugar donde Szinetar coloca y dispara su cámara, para que ella cumpla con su función en términos de eficacia sin adquirir un atributo protagónico: todos estos (y otros que podrían formar parte de un análisis más extenso), por separado y en dinámica interacción, los agentes, los accesorios ante los cuales y con los cuales Vasco Szinetar determina una posición. De ese veloz reconocimiento, de la adopción y reconformación de sus elementos, del asignar a cada uno un lugar en una escena de convivencia, de allí proviene esa articulación que ha elevado su propuesta a la categoría de género propio.
El lugar de la confrontación
Hombres y mujeres son instados a hacerle frente al espejo. Se ha roto la lógica del retrato: el fotógrafo no está afuera sino dentro del objetivo. El acto de posar ha adquirido una nueva connotación: ocurre con la proximidad del fotógrafo (a su vez un convidado no del todo previsto para el invitado), pero ante una realidad que puede ser estimulante o terrible, tranquilizadora o perturbadora, de que a la cámara y a la propia mirada del retratista, se ha sumado aquí la propia mirada, la imagen de sí mismo, la alegría o desconcierto, la constatación o la sorpresa, de encontrarse ante el espejo, cada quien mirándose, pero ya no en la clausurada protección de un baño, sino expuesto, un poco a la intemperie, bajo la lógica de una escena que inquiere sobre la modalidad en la que cada uno se mira ante un espejo.
Y es en este instante (un puro hito de tiempo, el momento de expectación o temblor en que un disparador está a punto de escucharse y convertirse en un dictamen irreversible) cuando el juego propuesto por Szinetar, basado en sus intuiciones y capacidades para la seducción, establece la personalidad, el carácter único y sugerente que tendrá cada obra: si será un episodio lúdico de mutuas muecas como ocurrió con el poeta Heberto Padilla, si conservará la actitud como de recelo bien plantado que emana de Carlos Monsiváis, o si se expresará como la risa abierta y segura de Nuria Amat.
Si bien el espejo conforma un espacio absolutamente acotado (tiene el peso de lo irremediable: ambos seres, el fotógrafo y su invitado, están impelidos a mirarlo), lo que ocurre entre ambos no es otra cosa que un breve e intenso encuentro. Cada encuentro frente al espejo constituye un relato, una historia de atracción, contención y rechazo. Cada uno, a fin de cuentas, ha sido concebido como un homenaje a la singularidad: un siempre aproximarse a la vida, pero eso sí, resguardando un aire (no una distancia, sino una cierta condición atmosférica), una garantía: esa que nos dice que se retrata y autorretrata para revelar la condición humana, pero también y a un mismo tiempo, para salvaguardar su secreto, su enigma eterno.
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